CUADERNOS DE TZADE

Cosas que me pasan, cosas que pienso, cosas que digo y cosas que callo

05 junio 2005

Siete días en mi nuevo hogar

Mi casa es bonita. Son cincuenta metros cuadrados repartidos en un salón y un dormitorio relativamente grandes y un baño y una cocina pequeñitos. Prácticamente todo está en su sitio, no me ha costado tanto colocar las cosas como en mi anterior hogar, es más fácil colocar una vida en 50 metros que en diez. Llevaba unas 24 horas enclaustrada en mi nueva casa y por bonita que sea se me caían las paredes encima. Después de colocar el ordenador en la mesa que monté ayer al más puro estilo Pepe Vihuela (nunca se me dio bien el tetris), ordené por temas y cursos mis apuntes de matemáticas, he organizado también un poco los apuntes de inglés e investigado un poco acerca de trastornos antisociales en la adolescencia, he limpiado el baño y los suelos y me he marchado a dar un paseo. He acabado en el ciber, para des-saturar el correo y ¿cómo no? han comenzado las llamadas de los papás ante el pánico pre-evaluación final, de modo que tengo que andar jugando con los huecos, cambiando horas y programando con más empeño las clases. Estoy saturada de trabajo y le faltan horas al día, además tengo varios casos muy complicados que requieren mucha investigación, agilidad mental, creatividad y tiempo... me encanta. El trabajo me da la vida. Estoy en mi salsa. Me siento bien.
No descuido el blog, sigo escribiendo en casa en word con la sana intención de pasarlo todo aquí tan pronto como disponga de conexión a internet en casa.
La mesa de ordenador me la regala mi hermano menor, ese con el que mantengo una curiosa relación amor-odio. De pequeños éramos uña y carne y siempre caíamos enfermos al mismo tiempo, cuando no me contagiaba él: paperas y varicela. Me encantaba estar con él y muchas veces me pregunto qué nos pasó. Ayer estuve hablando con mi hermano mayor de cuánto me duele el desapego y rechazo que siento hacia mis padres sin motivo aparente. Yo sé que a mi hermano mayor le duele mucho que yo sea tan descastada y ayer me sinceré con él y le dije lo que me lleva pasando con mis padres desde que me marché de casa. Todo empezó mucho antes.
Mis padres no podían irse nunca juntos de vacaciones ya que mi abuela estaba enferma, lo estuvo siempre. Así que muchos veranos me marché yo sola con mi padre, que es bastante autoritario y le encanta ordenar cosas. Irse de vacaciones con él suponía, además de pasarse varias horas al día fregando platos (cocina de puta madre pero luego había que fregar todo cacharro habido y por haber), no tener un segundo de respiro. Te agarraba al cruzar la calle, decidía cuándo mojarse y cuándo no, las piedras que podía cargar en mi bolso, cuándo entrar, dónde ir, qué comer... todo. Esperaba impaciente la hora de su siesta que yo gozaba escribiendo en mis diarios, o escribiendo sendas cartas, por entonces era muy dada al género epistolar y a mis amigos les encantaban mis largos escritos, a veces con dibujos, a veces con poemas, con mis sobres hechos a mano y mis folios al agua y acuarela hechos por mí. Entonces cuidaba mucho a mis amigos, no como ahora.
Iba por mi rechazo .... mi padre no me dejaba respirar. Solía quedar con gente menor que yo, pues no conocía a gente de mi edad. Mi padre era el único padre que se plantaba allí ... en fin. El colmo fue cuando en cierta ocasión me presentó como su esposa. Mis padres eran muy dados a mentir, la mentira en casa no solía estar penada en exceso y, de hecho, estábamos obligados a mentir constantemente a la familia, a la abuela, a los vecinos. La ocultación gratuíta de datos sin importancia... mi madre mentía sobre nuestras notas, nuestras relaciones de pareja... sobre todo. Me sorprende infinito ser tan ingenua habiendo vivido mintiendo y entre mentiras durante casi toda mi vida. Pero aquella mentira, que no me pareció menos gratuíta que casi todas las demás, hizo que me sintiera muy avergonzada. No sé por qué lo hizo, yo lo percibí como una argolla más en nuestra ya asfixiante relación, para evitar que se fijara en mi ningún hombre. Nunca le pregunté por qué lo hizo, me daba vergüenza. También me sentí muy avergonzada cuando admitió su mentira, sin venir a cuento tampoco, pues nadie le había preguntado nada. Solía sentir vergüenza de mi padre, una leve vergüenza, de determinados gestos de paleto como llevar los calzoncillos por fuera del pantalón, entrar en un bar a mear sin pagar nada y preguntar por los servicios haciendo explícito que iba a orinar en ellos, su manía de hablar a voces, llamarme niña en todas partes y a todas horas y tratar de colarme en los museos como si tuviera siete años menos para ahorrarse 50 pesetas... y una infinidad de detalles dignos de telecomedia barata... pero cuando mi padre me presentó como su esposa sentí vergüenza de verdad; pues ser un paletillo es algo relativamente inevitable y siempre me pareció disculpable. Pero ser un mentiroso... de un modo tan manifiesto...
Agradezco de todos modos haberme dado cuenta de lo importante que era decir la verdad, aunque sólo fuera por la dificultad de mantener las propias mentiras. Ya es difícil recordar todo lo que es como para encima tener que recordar lo que no es. Y reconozco que fue un trabajo de años convertirme en una persona sincera, pues mis mentiras eran espontáneas y carentes de sentido absolutamente. Brotaban solas. Durante años la verdad estaba penada con la muerte "como le digas a tu abuela dónde hemos estado te mato", "les he dicho a tus tíos que no has suspendido ninguna, no me hagas quedar mal o no sé lo que te hago"... en fin. Lo más difícil era mantener las mentiras que habían dicho sobre tí sin avisarte. "Me han dicho que nadas como un pez"... y claro, yo lo negaba, hasta que me daba cuenta de que era mi hermano quien corrió la voz y entonces decía "bueno, si él lo dice...". Descartados quedaban los domingos de piscina con esa gente, por supuesto.
Pero hay algo que justifica más mi rechazo que aquella mentira. Ahí simplemente me volví más descarada y evité volver a ir de vacaciones con mis padres. Creo que tengo fobia a su control. Más de cuatro días con ellos les hacen olvidar mi edad y mis circunstancias. Una vez mi padre me dijo que me estaba pagando los estudios para que de mayor me encargara de cuidar de ellos cuando fueran mayores. Mi madre también decía que ella se iría a vivir conmigo, no con los varones. A mi no me parecía justo cuidar de mis padres más de una estación: cuatro hermanos, cuatro estaciones, como la pizza. Cuando estoy con ellos tarde o temprano manifiestan la esperanza de que regrese a su lado y me quede a vivir con ellos para siempre. Y esa posibilidad me asfixia tanto que no soporto la idea de pasar una semana seguida con ellos.
Ahora que vivo sola mi padre se plantea irse toda una quincena a mi casa, esté yo o no. No me hace ninguna gracia. No le veo el sentido a que me ocupen la casa no estando yo, pues mi padre no respeta nunca mis límites, nunca lo ha hecho: le va a dar igual que le prohíba quitar una luz o clavar una punta, si se empeña lo hará... esté yo en casa o no. Si se quedan muchos días olvidate de salir un rato sola y estar tranquila... y mis horas de calma y soledad son sagradas. En fin, ante la sola espectativa, por otro lado inevitable, de estar con ellos unos días, me pongo extremadamente nerviosa y alterada, incluso agresiva.

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