CUADERNOS DE TZADE

Cosas que me pasan, cosas que pienso, cosas que digo y cosas que callo

19 julio 2008

De locos

Cuando fui a verla, sabía que no me enfrentaría a un espectáculo agradable. Me habían hablado ya de la séptima planta del Princesa y había escuchado y leído relatos. Realmente era un lugar similar al que pintan en algunas películas. Varios controles para poder pasar, un largo pasillo hacia la sala y seres humanos y sus restos vestidos de azul.
Una mujer con el pelo sobre la cara, señalaba sonriente las líneas de una revista. Otro repetía todo cuanto escuchaba. Otro se lamentaba.
Lucía miraba al vacío contando historias que nadie se creía y había perdido, puede que para siempre, el brillo y la sonrisa de sus ojos y se miraba las manos como buscando en sus dedos ese polvo mágico que hace volar a las mariposas.
Recuerdo que cuando era adolescente la envidiaba. Era una chica vivaracha, chiquita y regordeta con la sonrisa puesta a todas horas en la boca, siempre con la palabra amable y la risa a punto de salir. Una mujer muy inteligente que sacaba notas brillantes, con mucha esperanza en el futuro, preocupada por los sectores más desfavorecidos de la sociedad, se movía por diversas ONGs y tenía ideas políticas muy revolucionarias, muy utópicas porque realmente creía que un mundo mejor es posible. Aquel día Lucía era una sombra vestida de azul hospital, su mirada era tan apagada que, si la mirabas un buen rato a los ojos, todo se volvía oscuro; Lucía estaba delgada y descuidada y su discurso era ingenuo e incoherente. No parecía importarle su hijo y hablaba de irse a vivir a Senegal con un indigente recién llegado en patera que había acogido en su casa.
Podría decirse que la vida no la trató bien, tanto como que no supo enfrentarse sanamente a los obstáculos. Pero en ese lugar en el que el tiempo se para irremediablemente en el peor de los momentos, da lo mismo el tema de la culpa.
No volví a verla. Mis turnos de trabajo no me lo permitían entre semana y el fín de semana tampoco resultaba sencillo y yo tampoco hacía un poder. Mi hijo estuvo además ingresado unos días en el hospital y aunque ya no necesitaba tantos cuidados y los abuelos podían hacerse cargo de él un par de horas, me costaba, y me sigue costando muchísimo, separarme de él por motivos distintos al trabajo. No obstante continuaba en mis ratos libres tratando de averiguar lo que le sucedía, cómo y cuándo saldría de allí y las circunstancias legales y recursos que tiene que saber en lo que respecta a la custodia de su hijo. No soy la juez que debe determinar o no su capacidad o incapacidad como madre, pero en pocas semanas han cambiado muchos puntos de vista y si quiero ser objetiva no puedo asegurar al cien por cien la capacidad de Lucía de ejercer como madre, al menos no volver a hacerlo tan bien como lo venía haciendo hasta ahora.
Lucía tiene dos horas para estar fuera del hospital y me ha pedido ayuda. Yo no se la he negado en ningún momento pero sí a dársela en las circunstancias que ella me pide: quiere verme a solas en su casa. Por la mañana he puesto una excusa barata y he tratado de quedar con ella en un lugar público a medio camino entre su casa y la mía, pero no ha accedido y me ha dado una nueva cita para esta tarde. ¿Dos permisos de dos horas en el mismo día?. Extrañada por ello y por su empecinamiento en quedar únicamente en su casa he optado por la solución más cobarde, aunque a mí me gusta llamar solución más precavida. Si nadie me acompaña esta tarde para ir a verla me veré obligada a apagar el móvil y llamarla esta noche inventando una nueva estupidez.
Y es que Lucía me da miedo. Nunca ha sido agresiva y nunca me ha dado motivos pero ahora, por primera vez desde que la conozco, no es la primera vez que la visito después de uno de sus ingresos en el hospital, me da miedo ir a verla. Es un miedo irracional, simplemente intuitivo; un miedo que me pone muy triste porque Lucía está sola, más sola que nunca y aunque he hecho todo cuanto he podido durante estas semanas, no ha sido suficiente.
Si me pongo los zapatos de Lucía un instante, puedo ver cómo la gente me huye y me da largas, siento una decepción profunda, una desazón amarga y una soledad extrema. Así que aún le ando dando vueltas a la idea de apañármelas esta tarde para verla y darle la orientación de Alf (gracias Alf, te echo de menos, te quiero).
Me he autoimpuesto una condición: no verla a solas en su casa, o voy acompañada o quedamos en un sitio público. Y otra condición: si nadie se hace cargo de mi hijo, no le voy a llevar conmigo. Mucho me temo que estas dos condiciones son incompatibles con ver a Lucía esta tarde, pero mucho me temo también que ya existe una idea trazada sobre cómo van a ser las cosas de ahora en adelante y que, en realidad, no puedo ayudarla mucho. Al menos no en el sentido que ella cree.