Llueve
Algunos días soy consciente de que estoy sola y algunos de esos días, como hoy, soy consciente de que me importa.
La flaca caminaba bajo el cielo nublado del despertar del día, un día cualquiera, un día más; la fresca brisa le pesaba en los hombros, alejados de todo calor humano y divino. Había sido presa de las playas durante noches y noches y no se cansaba. La flaca miraba al cielo y sus pasos resonaban con el eco triste de un vals maldito (un, dos, tres; un, dos, tres...), un vals que sólo podría bailarse abrazado a una almohada.
Quiso que la tierra se la tragara y la tierra la vomitó a la superficie tantas veces que la flaca se resignó a habitar en la superficie del suelo con la firme creencia de ser inmortal y que sus huesos jamás besarían las entrañas del planeta.
Los hombres que probaron su dulce jugo nunca la olvidaron y nunca la quisieron. Era difícil amar a la flaca y la flaca amaba y se entregaba a cada cuerpo con la creciente necesidad de deshacerse de tanto amor, tan pesado para sus huesos. La flaca amaba y no importaba a quién, el nombre del hombre era lo de menos. Salía de casa enamorada y regresaba a casa deshecha y así un día tras otro la flaca gozaba en las noches y reposaba por las mañanas, mientras el infame sol se vengaba del resto de los mortales, viéndoles trabajar y gastarse la vida y se reía de ellos.
La flaca también se reía, pero para adentro. Quiso burlar a la vida y la muerte se burlaba de ella pintando su vivo retrato en las hondas y oscuras pupilas de la flaca.
¿Qué pensaba con la mirada perdida y la frente alta bajo la tormenta a punto de estallar? Nadie lo sabía y a nadie le importaba. La flaca danzaba invisible entre la marabunta de seres inhabitables que subsistían en la rutina incansable de la ciudad.
Y comenzó a llover y a caerse la lluvia fría sobre la flaca dejándola sola como al espantapájaros del campo. Cayó la linea de sus ojos como un diminuto arroyo sobre sus blancas mejillas y la flaca seguía caminando sin miedo a nada. El agua empapó sus ropas volviéndolas traslúcidas y la flaca continuaba vagando sobre el asfalto gris. Los huesos de la flaca eran una pincelada anarquista sobre el lienzo de la vida.
La flaca caminaba bajo el cielo nublado del despertar del día, un día cualquiera, un día más; la fresca brisa le pesaba en los hombros, alejados de todo calor humano y divino. Había sido presa de las playas durante noches y noches y no se cansaba. La flaca miraba al cielo y sus pasos resonaban con el eco triste de un vals maldito (un, dos, tres; un, dos, tres...), un vals que sólo podría bailarse abrazado a una almohada.
Quiso que la tierra se la tragara y la tierra la vomitó a la superficie tantas veces que la flaca se resignó a habitar en la superficie del suelo con la firme creencia de ser inmortal y que sus huesos jamás besarían las entrañas del planeta.
Los hombres que probaron su dulce jugo nunca la olvidaron y nunca la quisieron. Era difícil amar a la flaca y la flaca amaba y se entregaba a cada cuerpo con la creciente necesidad de deshacerse de tanto amor, tan pesado para sus huesos. La flaca amaba y no importaba a quién, el nombre del hombre era lo de menos. Salía de casa enamorada y regresaba a casa deshecha y así un día tras otro la flaca gozaba en las noches y reposaba por las mañanas, mientras el infame sol se vengaba del resto de los mortales, viéndoles trabajar y gastarse la vida y se reía de ellos.
La flaca también se reía, pero para adentro. Quiso burlar a la vida y la muerte se burlaba de ella pintando su vivo retrato en las hondas y oscuras pupilas de la flaca.
¿Qué pensaba con la mirada perdida y la frente alta bajo la tormenta a punto de estallar? Nadie lo sabía y a nadie le importaba. La flaca danzaba invisible entre la marabunta de seres inhabitables que subsistían en la rutina incansable de la ciudad.
Y comenzó a llover y a caerse la lluvia fría sobre la flaca dejándola sola como al espantapájaros del campo. Cayó la linea de sus ojos como un diminuto arroyo sobre sus blancas mejillas y la flaca seguía caminando sin miedo a nada. El agua empapó sus ropas volviéndolas traslúcidas y la flaca continuaba vagando sobre el asfalto gris. Los huesos de la flaca eran una pincelada anarquista sobre el lienzo de la vida.
2 Comments:
At 8/12/2005 01:36:00 a. m., gallardo said…
Bello Tzade, que importante se vuelve tener un destino algunas veces, que importante estar lucido y reconocer los huesitos amables en la esquina.
Yo sin dudarlo, y a riesgo de perderme, acudiria a su encuentro con un gran trozo de lino, caminando detras por si callera, y levantarla del piso aun mojada, y construir en mis brazos "La Pieta"
At 8/12/2005 04:13:00 p. m., gallardo said…
Fue un poco cursi lo anterior
jajajajajajajaj
Pero igual
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