CUADERNOS DE TZADE

Cosas que me pasan, cosas que pienso, cosas que digo y cosas que callo

02 julio 2005

Aquellos veranos tranquilos

La gran ciudad genera locura. Pendientes de relojes y silbidos, a menudo caminamos de un lugar a otro de modo automático, casi sin darnos cuenta, como movidos por un resorte poderoso.
EN medio de la multitud el hombre se siente solo; lo sé, está muy oído esto, pero no por eso es menos cierto. El hombre trabaja para sobrevivir, para pagar un techo y pan. Movido por una rutina aplastante, apenas sin tiempo para comer y dormir, la supervivencia casi pierde sentido. Sin amor sólo nos queda la inercia.
¿Qué fue de aquellas tardes de costura sentadas junto a la ventana hasta que se iba el sol, dejando pasar el tiempo sin pena ni gloria entre pañitos horteras y mantelerías bordadas destinadas a amarillearse junto al resto del ajuar?
Tengo sábanas de puntilla sin estrenar, mi madre tenía unas manos divinas; a mí siempre se me volearon los pañitos redondos; aprendí el punto de jazmín una tarde de verano en el rincón de las vmacetas, me sentaba en las escaleras del patio, que primero fueron de piedra y luego huecas de chapa, lo cual me permitía dejar las piernas colgando y montar el cotarro como el despacho de una secretaria; oos adornos de la escalera eran las teclas de una máquina de escribir, el laberinto de una ciudad del futuro, el teclado de un piano. Un verano entró una rata en el cuarto de los juguetes que llamábamos, no sé bien por qué "la cosinilla de antonia la vesina", no quedaron juguetes pero sí papel, lápices de colores y cajas de zapatos. A mi edad mis vecinas se pasaban el día ayudando con las tareas de la casa; mi madre me dejaba jugar la mayor parte del día; puse mi bandera en el patio rojo chico, detrás de la tapia y construía casitas en los dos escalones aue daban a la puerta del último cuarto que nunca se abría.
A veces me daba la vuelta y mi madre me observaba callada y no sé qué gesto le hacía yo que se vanía para mí como una flecha y me aplastaba la cara a sonoros besos. Desde el patio rojo chico no se oían gritos, ni peleas. No solía aburrirme. Odiaba la ora de la siesta y nunca la comprendí y tampoco comprendía por qué me despertaban después. Era un mundo sin prisa. Yo odiaba la prisa. Perdía amigas por eso. Ellas iban con el tiempo justo al colegio, siempre con la lengua fuera para llegar a la fila. A mi me gustaba ir despacio. Odiaba las ocho filas blancas y azules. Parecíamos un ejército armado de bolis bic, lápices amarillos y negros, zapatos de hebilla y carteras, todas iguales....