CUADERNOS DE TZADE

Cosas que me pasan, cosas que pienso, cosas que digo y cosas que callo

16 junio 2009

Indocumentada

Por si acaso, cuando salgo a la calle trato de evitar llevar encima las tarjetas bancarias y demasiado dinero en el monedero. Por si acaso, suelo llevar un bolso mochila colgado delante de mí a modo de escudo. Por si acaso, suelo meter el monedero en el bolso nada más recibir las vueltas. Por si acaso, no pierdo el bolso de vista jamás.
Pero el viernes llevaba las tarjetas bancarias en el monedero, que no metí en el bolso nada más recibir las vueltas, le di la espalda al bolso un instante y me marché sin comprobar que lo llevaba todo, como suelo hacer.
Lunes, 11:00 AM, estación de autobuses, 35 graditos a la sombra, Pepsi con limón y el efectivo justo para regresar, indocumentada, como mucho, la denuncia en comisaría a las dos de la madrugada y el bolso en el regazo, por si acaso.
La espera, el cuaderno, el oído puesto en las conversaciones ajenas, los ojos paseando mesa a mesa, andén por andén. Me como con los ojos y con la nariz el suculento bocadillo de chorizo del viajero de al lado, con hambre y sin dinero. Ganas me dan de decirle: "¿me das un bocadito?" Pero me contengo, no sea que me muerda.
Y regreso sin quererlo a mis días en Logroño, esos de 1000 pesetas en el bolsillo a 5 de febrero y guardarme en secreto el postre del bar en el bolso, un bollo de pan o una lata de atún para la cena; o aquellos días en Barcelona desayunando en el albergue como una perra hambrienta, guardando una naranja en el bolso para comer; o mis días en el hotel de Álava, buscando el momento preciso y precioso de soledad en la cocina tomando restos de carne no mordida para dar un buen bocado antes de tirar a la basura, con todo el dolor de mi corazón, ese suculento plato por el que los comensales pagaron un pastón y ver como el cubo se llena de lo que podría ser la comida de todo un día en una aldea de Guatemala, por ejemplo.
Me paseo por el bar que abría temprano, frente al edificio centenario cuya buhardilla convertí en mi refugio, sin aseo, dormía sobre un colchón más deshinchable que hinchable, prácticamente en el suelo; miraba rabiando de urgencia esperando que abrieran y pedía un café con leche, atavidada con un gorro de lana en la cabeza y entraba al baño sujetando la puerta con un pie mientras me aseaba y me lavaba el pelo. Luego volvía a ponerme el gorro. La operación no duraba más que un par de minutos. Me pregunto si los camareros se daban cuenta de que me aseaba allí cada mañana.
Fueron días puntuales, momentos puntuales, pero suficientes para aprender el valor de un trozo de pan, un techo y un colchón.