CUADERNOS DE TZADE

Cosas que me pasan, cosas que pienso, cosas que digo y cosas que callo

24 abril 2007

Regreso

Mis primeros tacones eran blancos y de la marca "soniditos" (hacían honor a su nombre, cierto). Yo tenía catorce años y vestía un conjunto rosita con un estampado en forma de palitos de colores. no era un vestido de niña. No era un vestido de persona mayor. Había cumplido 14 años y mi madre me había regalado un pintalabios rosa con el que, además, me sombreaba los párpados y daba color a mis mejillas. Inocente, como recién caída del guindo, habitaba felizmente en un mundo paralelo diferente al de los niños, diferente al de las personas mayores. No escuchaba la música que oía la gente de mi edad, no me enamoraba, no me vestía como ellos, no me parecía que mis padres estuvieran contra mí. Mi sueño era alejarme todo lo posible, sólo eso.
Me gustaba la soledad y la buscaba en capillas y parques, escribía poemas _muy, muy cursis- a Dios, la naturaleza y amantes imaginarios y creía firmemente que el mundo era mejorable y la vida hermosa. Era inocente. Absolutamente inocente. La maldad no existía sin una razón como la locura o la necesidad. Vivía alejada del dolor; no sufría.
Paseo ahora por los mismos lugares, con los labios pintados de marrón y mis zapatos planos, desconjuntada, destartalada, sin el menor atisbo de aquella coquetería incipiente y aquella inocencia descatalogada, pero amanda a la vida y al mundo como entonces; idealista, como si no me hubiera enterado de nada; con mi cuaderno siempre encima, para que la musa no me pille desprevenida y aun sumergida en esa realidad paralela donde es imposible ser herida por nada ni nadie. Porque algunas cosas no cambian o, si lo hacen, algunas cosas retornan a ser lo que eran, como un círculo que había de cerrarse algún día para ser completo, como si la búsqueda de lo esencial terminara en su punto de partida.
Regreso a Jaén, a sus pinares y a sus mares de olivos, a sus calles empinadas, a su castillo orgulloso, a lo simple, a lo eterno, a lo de siempre, a la calma silenciosa de sus atardeceres en la Alameda porque he decidido que lo mejor para mi hijo es precisamente aquello de lo que un día huí jurando no regresar. Pero regreso, eso sí, con la promesa de buscar el mar y quedarme a contemplarlo hasta que se me cierren los ojos para siempre.